Nunca quise viajar a Rumanía. Jamás deseé visitar la antigua Dacia, ni me sentí atraída por su cultura o sus paisajes. Apenas tenía información sobre el país. Mis conocimientos no iban más allá del nombre de su capital, su situación geográfica y su posición política tras la segunda guerra mundial.
Me fue imposible comprar una guía turística, por más que busqué en librerías y centros comerciales.
Sin expectativas, sin ideas previas, me senté en aquel autobús que me iba a llevar por medio país como la que se coloca delante de un lienzo en blanco.
En Bucarest, la primera parada, me asombraron las amplias avenidas, las gigantescas plazas y el excesivo parlamento. La calor similar a la de Sevilla, los anuncios de Coca Cola, los centros comerciales con todas las marcas existentes en todas las ciudades del mundo y que da la impresión de que siempre se pasea por la misma ciudad, no desentona con la imagen que tenemos de una gran urbe.
Un sábado por la mañana en un parque de Brasov, los grupos de familia montan en bicicleta; las parejas mayores pasean cogidos del brazo; los padres juegan con sus hijos e hijas. Se respira la normalidad de cualquier ciudad europea.
En Sibiu, un viernes por la noche, se celebraba un festival folklóricos. Grupos procedentes de distintas regiones de Rumanía, Turquía, Chipre, Serbia, Ucranía, Alemania e incluso de Cieza (Murcia) hicieron un pasacalles y actuaron en un gran escenario. La ciudad era todo bullicio. Las terrazas estaban abarrotadas. En la plaza un numeroso gentío asistía al espectáculo que se retransmitía en directo para todo el país.
Todo lo anterior no es más que un espejismo. Bucarest y la región de Transilvania a la que pertenecen Sibiu, Brasov, Bran o Sinaia representan la cara más turística de Rumanía.
Desde la ventanilla de mi autobús, he contemplado la interminable llanura de Valakia, sembrada de maíz y girasoles. He atravesado un mundo rural, aldeas apostadas junto a las carreteras. En Moldavia, las casas bordean las carreteras, en pueblos de calles sin asfaltar, donde las ancianas colocan un pequeño puesto de sandías, patatas o miel. Las autovías, la autopistas y las circunvalaciones no existen en este país de vías férreas cubiertas de hierbas y tranvías con vocación de chatarra.
Por todo el país, mi autobús se ha cruzado con multitud de carros tirados por caballos, totalmente hechos a mano, muy simples, con tres o cuatro tablas de madera, que transportaban productos agrícolas y personas.
Desde mi ventanilla, he visto, sobre todo, muchas casas de aldea. Algunas de ellas siguen el modelo tradicional de madera, otras se edifican con materiales , pero la mayoría se rodean de un huerto y árboles frutales, además de contar con el imprescindible pozo, síntoma de la necesidad del autoconsumo y la falta de agua corriente.
En Bucovina (El país de las hayas) se encuentran unos monasterios ortodoxos cuyas pinturas murales les ha valido la consideración de Patrimonio de la Unesco. Estos monumentos, apartados en las montañas, cerca de Ucrania, apenas son visitados por turistas. Cuando los recorres sientes que estás viviendo un momento único, lejos del bullicio y del merchadising del Castillo de Peles. Aunque te puedes topar con un algún barbudo y maloliente sacerdote ortodoxo dispuesto a convencerte de que te bautices en el verdadero cristianismo mediante una triple inmersión en el agua.
Desde el autobús no se divisaban grúas ni obras de gran o mediana envergadura. De vez en cuando, en alguna aldea, sus habitantes construían su propia casa. En las afueras de las ciudades, edificios a medio construir se erigían como el sueño de miles y miles de emigrantes rumanos, dispersos por Europa, que envían dinero con la esperanza de levantar un hogar que los acoja el día del regreso.
Desde mi ventanilla, he aprendido que Rumanía es un país muy diverso. La población es de origen eslavo, alemán, húngaro o de etnia gitana. Hay una Rumanía pobre, otra menos pobre, muy pobre y paupérrima.
Me alegro de haber viajado a Rumanía, de haber completado ese lienzo en blanco. No solo por los monasterios de Bucovina, el castillo de Bran o el de Peles. No me duele cada leu o cada euro que he gastado, al contrario de lo que me ocurrió el año pasado en la capital del Imperio. Otra Europa existe, con pueblos donde no saben preparar un gin tonic y el salario mínimo es de 217'50 euros.
Antes de subir al avión en Madrid, guardé una manzana en la mochila. No tuve necesidad de comerla hasta que regresé a casa. En apariencia, estaba intacta. Solo observándola con detenimiento se percibían las marcas que en ella, como en mí misma, había dejado esta panorámica rumana.
PE: Las fotos son gentileza de Ana Núñez Bermudo. Otras fotos más turísticas las podéis encontrar en mi perfil de fb.
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