Cada casa es un mundo, un
paisaje, una vida diferente. Así entiendo cada verano cuando me
convierto en nómada y habito muros ajenos. En un hotel siempre serás
una invitada, una viajera de paso.
En una casa o un
apartamento albergas la ilusión de que emprendes una nueva andadura.
Imaginas que te transformas en otro personaje, tomas prestados sus
muebles, sus enseres. Compras en el supermercado de la esquina; tomas
café en la terraza cercana; observas a los transeúntes por la
ventana. A veces, incluso entablas conversación con los vecinos; te
regalan una lechuga del huerto o preparan una cuajada para ti.
Me hubiera gustado
repetir en algunas de estas casas de verano. Pero la nómada que
llevo dentro busca cada año otros paisajes para sus retinas. ¡Son
tantos los mundos por visitar y es tan corta la vida!
En la ladera de Los Picos
de Europa se encontraba la casa de Tanarrio. Muros de piedra,
chimenea, silencio. En el jardín, una mesa de madera y un castaño
de anchas hojas. Me hubiera quedado a vivir a su sombra.
Desde el balcón del
apartamento de Ziga, en el valle del Batzan, se veían las
vaquerizas. Las niñas se asomaban a contemplar al camión que
cargaba la leche cada mañana. Por la tarde, un pelotari solitario
golpeaba la pelota en el frontón.
El apartamento de
Amsterdam no tenía visillos ni persianas. Bajo las ventanas, la
gente pasaba en bicicleta, con la cesta repleta de viandas, o
patinaba entre los coches de la avenida. Las gotas de lluvia
salpicaban los cristales y luces tenues, amarillas, alumbraban las
ventanas de otras casas.
En el apartamento blanco
que se asoma al mar de Cádiz, las mañanas eran gloriosas. El
desayuno se convertía en un ritual azul y luminoso. De madrugada el
oleaje combatía con el viento de Levante.
Los muebles escasos, las
cortinas sencillas, el menaje justo, los armarios vacíos. Mi ligero
equipaje inundaba por un tiempo el espacio. Los libros en los
estantes, las blusas en las perchas, los sombreros junto a la puerta,
los olores de nuestros guisos, el bote de gel en el baño.
No regresaré a ese lugar
que ocupé en dos ocasiones. Volveré a cargar mis bártulos de
nómada y tomaré nuevos caminos.
Quizás quede allí algo
nuestro: un susurro, una risa, un grito o un llanto. Es posible que
estos muros conserven por siempre nuestros sueños.
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