El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”(Cervantes)
A las cuatro de la tarde los pasajeros dormitaban en el avión de Iberia. En Sevilla, como es habitual en esta época del año, nos esperaban más de 40ºC a la sombra. Yo había terminado de leer la segunda novela en edición de bolsillo que había comprado para el viaje y pensaba en la casa que me esperaba, en las maletas repletas de ropa sucia, en la limpieza general que no había hecho. Quedaba todo el verano por delante y me abrumaba pensar en la rutina estival.
Me detuve a meditar sobre las razones que me impulsan a pasarme la vida planeando viajes.
Viajar es cansado. Te levantas a horas intempestivas para coger aviones y el tiempo se detiene en los aeropuertos viendo a la gente arrastrar maletas. Haces colas frente a museos cuyos cuadros puedes ver por internet. Caminas hasta la extenuación expuesta a las inclemencias meteorológicas. Consumes productos típicos sin conocer sus ingredientes. No sabes nunca cómo será el hotel o apartamento que te acogerá después de un largo día de ruta turística.
Viajar es caro, especialmente si tu familia se compone de cinco personas que comen y beben como adultas y no le hacen asco a ninguna propuesta gastronómica.
Viajar es arriesgado, sobre todo si te vas a El Corte Inglés y contratas un circuito con Panavisión: Viena, Praga y Budapest (8 días, 7 noches): comienza la aventura. Esto último no lo pone el catálogo pero debería hacerlo, porque sería más verídico.
El día doce de julio nos levantamos a las cuatro de la madrugada para tomar un avión rumbo a Madrid que enlazaría con otro con destino a Praga. En Barajas se percibía la resaca de fútbol que vivía el país: la gente deambulaba por la T 4 ataviada con camisetas rojas, las televisiones repetían el gol de Iniesta…
A las cuatro de la tarde los pasajeros dormitaban en el avión de Iberia. En Sevilla, como es habitual en esta época del año, nos esperaban más de 40ºC a la sombra. Yo había terminado de leer la segunda novela en edición de bolsillo que había comprado para el viaje y pensaba en la casa que me esperaba, en las maletas repletas de ropa sucia, en la limpieza general que no había hecho. Quedaba todo el verano por delante y me abrumaba pensar en la rutina estival.
Me detuve a meditar sobre las razones que me impulsan a pasarme la vida planeando viajes.
Viajar es cansado. Te levantas a horas intempestivas para coger aviones y el tiempo se detiene en los aeropuertos viendo a la gente arrastrar maletas. Haces colas frente a museos cuyos cuadros puedes ver por internet. Caminas hasta la extenuación expuesta a las inclemencias meteorológicas. Consumes productos típicos sin conocer sus ingredientes. No sabes nunca cómo será el hotel o apartamento que te acogerá después de un largo día de ruta turística.
Viajar es caro, especialmente si tu familia se compone de cinco personas que comen y beben como adultas y no le hacen asco a ninguna propuesta gastronómica.
Viajar es arriesgado, sobre todo si te vas a El Corte Inglés y contratas un circuito con Panavisión: Viena, Praga y Budapest (8 días, 7 noches): comienza la aventura. Esto último no lo pone el catálogo pero debería hacerlo, porque sería más verídico.
El día doce de julio nos levantamos a las cuatro de la madrugada para tomar un avión rumbo a Madrid que enlazaría con otro con destino a Praga. En Barajas se percibía la resaca de fútbol que vivía el país: la gente deambulaba por la T 4 ataviada con camisetas rojas, las televisiones repetían el gol de Iniesta…
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Doce horas más tarde, llegamos al aeropuerto de Praga. Nos reunieron y nos llevaron al hotel, eso hubiera sido lo lógico. Pues no, porque el sentido común no es tan habitual. Ni aquel señor era nuestro guía (la nuestra llegaría dos días después), ni formábamos un grupo, ni íbamos al mismo hotel. Ni siquiera teníamos el hotel que nos habían comunicado. Unos días después descubrimos que los catálogos cambiaban en cada autonomía. Por ejemplo, en Andalucía era temporada alta cuando en Valencia era temporada media; un mismo hotel tenía tres estrellas en Sevilla y cuatro en Madrid,…
Por tanto, había viajeros repartidos por cuatro hoteles diferentes y con programas distintos, lo cual nos obligaba a levantarnos temprano para ir recogiendo a todo el mundo. En esto consiste la aventura: ¿Cómo está tu hotel? ¿Tenéis aire acondicionado? ¿Y el buffet? ¿No hay cruasanes? Mañana os traemos cruasanes.
Se mete en un autobús a turistas de distinto pelaje (tres familias con hijos/as adolescentes, parejas maduritas de Valencia, dos amigas de Huesca, dos maestras extremeñas, una profesora de inglés jubilada, dos parejas de Málaga, otras dos de Asturias,…), se los pasea por el centro de las ciudades, se los lleva a comer sopa y carne de origen incierto (¿Era pollo? No, era vaca. Qué va, era cerdo) con una temperatura de 35º C, se los riega con abundante cerveza checa (la mejor del mundo, sin duda) y ya tienes la diversión asegurada.
Las guías locales se empeñaban en relatarnos la convulsa historia de estos países centroeuropeos: guerra de los treinta años, defenestraciones de católicos, decapitaciones de protestantes, la fecunda María Teresa de Ausburgo diseñando ciudades, la odiada Sissí paseando en calesa. Sin embargo, todas ellas pasaron de puntillas por el siglo XX.
Nadie mencionó que Austria y Hungría se adhirieron voluntariamente a la Alemania de Hitler, ni que Chequia votó libremente su primer gobierno comunista. La guía austriaca quizás olvidó que el campo de concentración de Mathausem se encuentra en Austria. La guía húngara no se percató de que en la Plaza de los héroes de Budapest no había ninguna estatua de mujer.
La gente dormía en el avión que me devolvía a Sevilla. Yo había acabado el libro y recordaba el puente de Karlos en Praga, con el espíritu de Kafka temblando junto a una tétrica estatua; los carteles en checo anunciando un concierto de Paco de Lucía, la cerveza en la plaza del Comercio, las farolas de gas de las calles estrechas. Pensé en los jardines del palacio Shobrunn de Viena, en la catedral de San Esteban, en las calles bulliciosas, en los muchachos disfrazados de personajes de ópera. Deseé regresar a Budapest para pasear junto al Danubio, admirar las vistas desde el castillo, sumergirme en las aguas termales del balneario Szèchenyi.
Viajar es caro, es cansado, es arriesgado. En este viaje he probado la cerveza checa, la tarta Sacher, el café vienés, el vino tokaji y el goulash húngaro. No todo lo que he probado me ha gustado. Pero he visto maletas de colores y formas diversas. He imaginado otras vidas en otros rostros. He reído. He escuchado. He cantado. He hablado. Y he aprendido tanto que ya estoy deseando hacer otro viaje.
Comentarios
Os imagino en el viaje a los cinco dando tumbos por Praga... y de alguna manera, tambien viajo con ustedes. Ala hasta la proxima